Ahí estaba yo, sentada en esa fría silla de plástico forrada de comodidad observando en silencio cómo aquellos que siempre habían sido los pilares de mi existencia se repartían los pedazos de nuestras vidas, dejándome a mi como única testigo.
Me obligaron a firmar un papel obligándome a estar de acuerdo con ello.
¿Cómo demonios iba yo a estar de acuerdo con eso?
Yo no escogí esta situación y mi cuerpo no hacia caso a mi cerebro.
Mi mente se fue de aquel lugar antes que yo.
Si no hubiera sido así, probablemente hubiera estallado.
Todo lo que podía hacer era mirar a mi alrededor y observar aquel horrible lugar con todos sus horribles detalles.
Recuerdo al hombre de la ventanilla con esa falsa expresión de amabilidad y la gorda del vestido amarillo contando todos los billetes antes de meterlos en un sobre.
Recuerdo el olor a amoniaco de aquella sala y las nauseas que me producía.
Puedo recrear en mi mente al detalle aquellas paredes de cristal insonorizadas y cerradas herméticamente a mi alrededor.
Yo era el pez que se asfixia dentro y apenas podía hacer nada para evitarlo.
Solo de pensar que iban a arrebatarme el único lugar en el universo en el que podia respirar, se me llenaba el corazón de humo.
Querer no es siempre poder.
A decir verdad, casi nunca es así.
Hay cosas que escapan a nuestro control, y la vida se nos va.
Se nos escurre entre las manos y se desliza por el suelo, yéndose muy lejos...
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